Mi amigo Fernando
vive temporalmente
en una habitación prestada.
En una casa vieja,
vieja de cañerías que chirrían
y de puertas sin muelles que dan golpes.
Pero él tiene una luna en su ventana
y una cascada de agua cristalina
y no está sólo, no
que tiene todos los pájaros
dentro de su cabeza
y la espuma de la mar
salada le salpica traviesa
cuando se lava el rostro
como cada mañana
frente al espejo viejo.
Del grifo, viejo,
sale una gua fría y vieja.
De tanto estar entre tanto cacharro viejo,
a mi amigo Fernando,
se le ha puesto la cara de
viejito también.
El pelo blanco que ayer era castaño,
los ojos y las manos, se le van arrugando,
para perecerse a las paredes y
al somier.
Pero no os engañéis, no es lo que parece,
él es joven, vital,
como un chiquillo,
ávido de leche con galletas,
ávido de caricias y de abrazos.
Él, que era quien más nos abrazaba siempre.
Qué raro se me hace,
no tenerte aquí cerca,
qué falta nos haces Fernandito,
qué necesitados de tus abrazos, pobres de nosotros.
Qué añoranza tan grande,
¡madre mía! de tus abrazos fuertes y apretados.
Llévate el mío, amigo
en esta carta, te mando el más extraño
un abrazo en papel, imaginario,
que me están dando ganas de arrugar este folio
y que te llegue (si llega)
como un churro, todo arrugado,
como sería el abrazo que te diera,
si unos cristales viejos y siempre sucios
no se empeñaran tanto en separarnos.