DESESPERACIÓN
Vivir es maldecir cada minuto,
cada segundo es cruel,
escuece cada hora.
Los cristales se empañan de fantasmas
y el corazón no puede abandonarse
a la lujuria.
Ir por la casa arrastrando los muebles,
acariciando cactus,
atracando impúdicamente la nevera,
metiéndose en un lecho de aguanieve
que abrasa.
revolviendo facturas, recetas y papeles,
desentrañando el negro corazón de la madeja,
jugando solitarios sin nada que perder.
Los libros,
y los portarretratos,
caen por su propio peso
haciéndonos aún más duros los recuerdos.
El ruido de la calle
espesa más el tedio
hasta que un vendaval de huesos enmohecidos
nos despierta de golpe
y el tiempo de la siesta
se convierte en blasfemia.
Ese dolor de ojos y de labios,
no se aplacará hasta haber vomitado.
La sensación de encontrarnos en cueros
en plena eucaristía.
No ser de nadie ni ser de ningún lado.
Vagabundeo doméstico y parques en domingo.
Hace más daño todavía
pasearse por la feria y ver que el carrusel,
aquel de nuestra infancia
es el mismo que gira batiendo los recuerdos
con el mismo fragor
con que mezcla la brisa del ocaso
el olor de dondiegos, de rosas y eucaliptus,
con el salitre rancio,
el vino corrompido y el óxido de siglos.
Me persigo a mí misma a través de pasillos
las sombras que proyecto
me acompañan despacio.
No miraré a los ojos de los que conocido,
de tanta muchedumbre que pasa sin quedarse
danzantes de otras músicas
y habitantes gregarios de nueces y aeroplanos.
Ya no me reconozco.
En ese templo ártico
me he tendido en el suelo
buscando congraciarme
con el ser que me habita,
ése que se pregunta dónde vive la nieve
el que me reconcilie con la que aspiré a ser.
Pero iremos despacio, con tiento y sin premura
porque para morir, tengo toda la vida.
Ana Bataller
abril 2001